Isabel Allende, escritora
A mí me ha tocado sacar del vientre de su mamá a dos de mis nietas y ver morir a mi hija. El proceso es muy similar.
¿Muerte y nacimiento?
Sí, tienes claramente la sensación de que ese bebé viene de alguna parte y que esa hija que se va, lo hace a alguna parte. Hay algo que no es ni mente ni cuerpo y que tenemos todos, también los árboles.
¿Qué le ha hecho ser quién es?
Cosas que en principio pueden haber parecido malas: pérdidas, dificultades, obstáculos. Yo tenía tres años cuando mi padre se fue y mi mamá se tuvo que ir a vivir a casa de mis abuelos. Haberme criado en ese caserón viejo me dio suficiente material para todos los libros que voy escribiendo.
¿Qué había en ese caserón?
Yo vengo de una familia castellano-vasca muy conservadora, religiosa, patriarcal y plagada de personajes locos. Tenía una abuela espiritista, telépata, misteriosa y maravillosa que murió muy joven. Mi abuelo, que la adoraba, se vistió de negro de pies a cabeza, pintó los muebles de negro, se terminó la música, los postres y las flores.
¿Cuántos años tenía usted?
Cinco. La casa, austera como un convento, estaba habitada por tíos solteros, raros… Eso me llenó la imaginación. Luego mi mamá se juntó con un hombre completamente distinto, que se sabía todos los boleros de memoria y al que le gustaba bailar.
Qué alivio, ¿no?
Viajamos por el mundo y eso también me marcó. Luego, con el golpe militar, tuve que salir de Chile con mi marido y mis dos hijos. Fuimos a Venezuela cuando este era el segundo país más rico del mundo. Corría champán por las calles. Lejos de la tradición y los apellidos me liberé y gracias a la nostalgia del exilio escribí La casa de los espíritus,y eso me cambió la vida.
De periodista a escritora.
Las cosas que suceden por destino o por suerte, ¿qué diferencia hay?..., son las que marcan el camino. Después, la muerte de mi hija y conocer, paseando por San Francisco, al gringo que me sigue enamorando.
Paula murió a los 29 años, ¿qué entendió de la vida y de la muerte?
Antes había visto morir a mi abuelo y conocí a mi padre cadáver, en la morgue, porque me llamaron para identificarlo. No reconocí en ese muerto nada mío. Pero la muerte de Paula fue lo que más me ha marcado, coincidió con mis 50 años, el fin de la juventud.
¿Aprendió algo?
Le perdí el miedo a la propia muerte y me di cuenta de lo que es esencial, porque en el largo proceso de la agonía de Paula había que ir tirando por la borda muchas cosas: primero renunciar a su gracia, a su compañía, a su inteligencia. "No importa que no pueda hablar, no importa que no pueda comer; no importa...", hasta que llega un momento en que tienes que dejarla ir.
… ... Cuando eso pasa uno se da cuenta de que lo único esencial es el amor que tú le das. El amor que yo tengo por ella es lo único que queda. Entonces el aprendizaje de todo ese año fue que uno sólo tiene lo que da. Todavía me conmueven y me apasionan las mismas causas, pero ya no me interesan las cosas y no trato de controlar. ¿Para qué, si la vida es incontrolable?
Cuesta asumirlo.
Uno no alcanza a ponerse al día cuando la vida ya está cambiando de nuevo. Esa falta de control que antes me creaba angustia ahora me da una gran libertad, ya no me aferro; y eso no me hace apática o cínica, sigo luchando por las injusticias.
... Pero sin rabia.
Exacto. Y no tengo ambición, no quiero nada específico. Las cosas que me interesan son muy pedestres: mi familia, mi mamá (mi cable a tierra, mi amor más antiguo, con la que me escribo a diario), mi marido, mi perro y unos pocos amigos.
Después de Paula no pudo escribir durante tres años.
Vinieron cinco años atroces. Murió Jennifer, la hija de Willie que, como sus otros tres hijos, era drogadicta, y nos dejó un bebé, Sabrina; y mi hijo se divorció porque mi nuera descubrió que era gay.
¿Cómo sobrevivieron?
Terapia, mucha terapia.
¿Qué le enamoró de Willie?
Primero su historia de pobreza y orfandad. Luego su fortaleza: cada vez que la vida le pone de rodillas se vuelve a poner de pie, y no le echa la culpa a nadie, ni a sí mismo.
¿Teme la vejez?
A lo que más temía era a la dependencia, pero hace poco sucedió algo: Sabrina fue adoptada por dos lesbianas, una es monja budista y la otra, Grace, es médica y mi mejor amiga. Grace tuvo un accidente de coche que la dejó en una silla de ruedas. Era una mujer independiente y atlética y hoy solo puede mover un dedo. Mi primer pensamiento cuando despertó del coma fue: "Mejor que se hubiera muerto", pero lo primero que Grace dijo fue: "Qué bueno estar viva".
Ya.
Grace me ha enseñado que la dependencia física no es lo peor. Está en un viaje hacia el alma que no habría tenido oportunidad de hacer en otras circunstancias. Está donde su compañera, tras cincuenta años de budismo, nunca va a llegar. El otro día me dijo: "Ahora puedo terminar los pensamientos". Andamos tan atareados, que los pensamientos se suceden incompletos, sin nutrirnos.
A la esclava Zarité, la protagonista de La isla bajo el mar,la soñó. Su abuela, una espiritista que hacía brincar las mesas, le enseñó a respetar los sueños, a vivir conectada con su alma. La vida de esta escritora no es común, porque sabe contarla y entregarse a ella con intensidad. Cada 8 de enero se retira a escribir y ahí emergen sueños, vivencias y esas semillas que la preñan y dan vida a sus novelas. Su lucha más feroz ha sido contra el patriarcado, tiene una fundación para ayudar a mujeres y niñas. "Mi papel hoy es el de las abuelas. En EE. UU. hay 40 millones de mujeres mayores, sanas y con recursos. Debemos ayudar a las mujeres jóvenes, convertirnos en brujas benevolentes".
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