Cómo sucedió con su libro Quiet, donde nos acercó a la realidad de su querido LLullu, comparte en estas líneas de La Vanguardia su experiencia en unos procesos administrativos que responden a unas situaciones, a la que también hay que hacer frente, cuando el dolor aún está bien presente.
EL RUNRÚN
Durante la primera semana de agosto recibí un par de llamadas antológicas. En un tonillo digno de línea erótica en huelga de celo, una oficinista me riñó por no haber presentado el certificado de últimas voluntades del finado y yo le contesté que mi hijo nunca tuvo demasiada voluntad. Se hizo un silencio incómodo, que yo mantuve, y entonces ella preguntó si el finado era menor. Pues sí: nueve años y un grado de discapacidad del 85%. Acabáramos. Pero el tonillo no cambió e incluso me interrumpió para hacerme esperar un segundet.Al cabo de tres días volvió a llamarme y a reñirme. No habían podido dar de baja al finado de la Seguridad Social porque no constaba. Cuando le comuniqué que Llullu estaba adscrito a la ley de Dependencia me dijo que con la Generalitat no trabajaban y que tendríamos que ser nosotros quienes tramitáramos la baja. Tras un mes de duelo lejos de casa, durante la última semana de agosto nos dispusimos a hacer trámites mientras nos enfrentábamos al penoso vaciado de armarios. Nada fue sencillo ni pudo hacerse por teléfono. Al tramitar la baja de la prestación de la Dependencia, nos advirtieron que igual tardaban meses en retirárnosla (tal como tardaron meses en concedérnosla) y que, sobre todo, no nos gastáramos ese dinero, porque tendríamos que retornar el importe correspondiente al periodo post mórtem. ¿Tanto cuesta apretar una tecla para cursar una baja por defunción? Para acabarlo de rematar, el pasado 13 de octubre nos llamaron a casa desde el Parc Sanitari Pere Virgili para informarnos de unos pequeños cambios en la ley de Dependencia de los que se podría beneficiar nuestro hijo Lluís. Les felicité por la ampliación de competencias al más allá.
También dimos de baja la plaza de minusválido que nos habían concedido para aparcar delante de casa. A pesar de renunciar a un privilegio, tuvimos que desplazarnos a la sede del distrito y solicitarlo por escrito. Lo hicimos con cara de tonto el 26 de agosto y hasta el miércoles, 18 de noviembre, no apareció la brigada que arrancó la señal y borró con alquitrán los últimos vestigios visibles de que en la calle del Canonge Almera vivió una vez el gran Llullu, patrón de los quietos, de cuyo recuerdo disfrutamos como de una gran herencia. A no ser que la ley de sucesiones...